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Ese invierno fue duro, muy
duro. La nieve cayó de manera copiosa
durante días en el mes de noviembre, y pronto las cumbres balcánicas, se
cubrieron con el manto blanco del gélido invierno centroeuropeo. Luego un viento feroz recorrió la tierra de
este a oeste, helando por completo la inmaculada piel que ocultaba la faz de
aquellas tierras.
La mirada dura de José Antonio
Alvar no reflejaba ninguna emoción. La
nieve golpeaba su rostro. Se había
quitado el casco de combate, y las gafas de ventisca. Necesitaba sentir el frío del invierno de
aquellas montañas, aún salvaje e hiriente, aquel viento gélido era vida. Miró a sus compañeros, sus chavales…, y ahí
estaban todos medio sonrientes, como si fueran una cuadrilla de demonios
escapados del averno, que a cada pisada fundían la nieve, sin importarles
temperatura, sensaciones o cansancio.
Alvar los miraba detenidamente,
ninguno había puesto objeción a sacar de aquel pueblucho a aquellas diez
mujeres serbias, que las milicias croatas “Ustacha” tenían retenidas y a las
cuales usaban como meras esclavas, para fines inhumanos. Todos tenían claro que esa liberación les iba
a traer más problemas que beneficios, pero si algo caracterizaba a aquel grupo
de españoles, era ser más duros que la propia tierra que pisaban, y no temer a
otra cosa que al deshonor o a la vergüenza.
“Es lo que tiene la infantería
jefe…” le había dicho el Soldado Isaías, “no sabemos andar si no llevamos peso…y
a veces el peso ha de ser una preciada carga”.
Esa frase resumía en un todo la declaración de intenciones, de esos
soldados que estaban dispuestos a sacrificar su vida y su honor, por la
libertad de las personas que no podían ni sabían defenderse.
Ninguno eran excepcionales a ojos
vista de cualquier buscador de detalles, no eran de ninguna unidad de élite, no
eran súper soldados, sencillamente eran soldados humildes de Infantería
española. Claro está que no mayor título para cualquier soldado, no hay mayor
honor que haber sido al menos durante un segundo soldado de Infantería, porque
ello significa haber formado parte de la hermandad de los que luchan y mueren,
conquistan y entregan con su sangre, la voluntad del pueblo al que representan.
Seguramente hasta su propia forma
de vestir y ordenarse podría resultar reprochable, para cualquier personaje de
despacho y betún con brillantina en los zapatos. Ropas rotas, sucios, mal afeitados, vivo
ejemplo de predecesores en campañas ya lejanas, que no supieron lucir mejor un
uniforme, pero en cambio sí que supieron honrarlo y dignificarlo, pues aún roto
y sucio, estaba adornado con su sangre, con la savia de la esencia de aquellos
que defienden con el corazón y con el alma, las causas que son propias de
sucios y desarrapados héroes anónimos.
José Ántonio los miraba, y su
pecho se henchía. Que bravos hermanos…. Y
ellos lo miraban y pensaban seguramente lo mismo. Habían salido de aquel pueblo a bofetadas, y
su punto de enlace con su Sección todavía quedaba lejos, para un grupo de 9
Soldados y 10 mujeres heridas, maltrechas y destrozadas por un cautiverio
salvaje.