Sonó
un “zasss” seco, y el dragón francés cayó del caballo fulminado. Toda la columna se paró con dificultad,
sabían lo que iba a suceder. Segundos
después sonó un atronador ruido que provenía de un mosquetón, y que retumbó por
todo el valle de Bielsa.
Eusebio
acababa de marcar en la culata de su mosquetón la baja doscientos. Y sentía en su fuero interno la necesidad de
llegar a mil. Había sobrevivido a la
carnicería de Zaragoza. Fue uno de los
pocos defensores que una vez rendida la ciudad, y hechos prisioneros sus
habitantes, pudo escaparse nadando a contracorriente por las aguas del río
Gállego. Supo enseguida que su lucha no
había acabado.
A
cada brazada recordaba a la familia caída, a los amigos muertos, y sobre todo
al ultraje e infamia a la que había sido sometida la ciudad más honrosa de
España. Había sobrevivido a los dos sitios, había luchado primero en los muros
de Santa Engracia, después en la Puerta del Carmen, y finalmente había luchado
casa a casa en las Tenerías. Había visto
como la crueldad del ejército francés se ensañaba con la población civil y con
los heroicos defensores de Zaragoza, y se había jurado vengar la afrenta
mientras hubiera un soldado francés es suelo español.