Un
rojo y gélido amanecer había despertado ese 6 de febrero de 1938 en los páramos
de Teruel. El Teniente Alcázar formaba
parte de la 1ª División de Caballería al mando del General Monasterio. Su Unidad era el Regimiento Castillejos Nº 9,
y él pertenecía al segundo Escuadrón del Regimiento.
Esa
noche previa al día 6 el Teniente Alcázar no había podido conciliar el sueño,
demasiada responsabilidad, el Capitán Jefe del 2º Escuadrón, había caído
enfermo por neumonía, y el Coronel le había dado la responsabilidad como
oficial más antiguo, de ser el Jefe del Escuadrón en la batalla que se
avecinaba.
No tenía miedo, como buen jinete del arma de Caballería, asumía que su destino estaba unido al de su caballo, y a la capacidad de velocidad y maniobra de la Unidad. El enemigo estaba atrincherado, había que recorrer un largo llano estéril y helado, y aún contando con el factor psicológico, era prematuro presuponer que la batalla estaba ganada.
La
mañana avanzaba, y el nerviosismo se apoderaba de los 3000 jinetes, las
columnas comenzaron a moverse. Alcázar
vio que a su derecha se encontraba algo retrasado el Teniente San Miguel,
compañero de la Academia y un tenaz y valiente oficial de Caballería.
-San
Miguel… ¿frío eh?- Inquirió Alcázar. San
Miguel lo miró y asintió con la cabeza, a la vez que sonreía, no teniendo claro
si era por el frío o por la emoción de verse en acción.
La
cosa no estaba para muchas palabras, cada cual iba a lo suyo, y más de uno
pensaba en esas trincheras con ametralladoras donde el enemigo se encontraba
posicionado. La guerra estaba cambiando,
y no era lo mismo una carga de Caballería contra tropas a pie, estacionadas o
no, que con sus fusiles pudieran responder al ataque, que esas dichosas
máquinas que vomitaban cada una la misma cantidad de 100 hombres en apenas un
minuto. Algo que podía ser devastador
para una línea de jinetes aunque fuera al galope y en plena carga.
Por
su mente repasaba hechos de armas de otras épocas, en las que la Caballería
había sido el Arma predominante, pero con la aparición de las armas de fuego
automáticas y la aviación, todo estaba cambiando. No obstante, allí se encontraba en plena
batalla de Teruel, a temperaturas bajo cero, e intentado abrir una brecha en la
línea de las posiciones enemigas.
La
mañana acababa y el sol anunciaba el medio día, y la larga columna llegaba a
las inmediaciones de Argente, y el extenso llano que llegaba hasta Perales de
Alfambra y Alfambra parecía un salón sin fin.
El piso era firme y duro por la acción de la climatología, y eso era
bueno para la Caballería.
El
Teniente Alcázar por fin recibió la orden de situar a su Escuadrón en formación
de combate. Se puso al frente de la
primera línea, 24 jinetes eran su frente, su espalda, su fuerza y su poder,
detrás de esos 24 primeros jinetes otros 85 más conformaban el 2º Escuadrón.
El leve relinchar de los caballos elevaba el grado de tensión, el vaho
de jinetes y caballos, a pesar el sol y de la hora, recordaba que el frío era
extremo, y que animales y jinetes padecían la misma suerte.
Poco
a poco el orden de combate se generalizó, y mirando a izquierda y derecha,
Alcázar perdió la vista de ambos horizontes.
Era una formación magnífica, dos mil jinetes en línea prácticamente, más
la tercera Brigada con otros mil jinetes que quedaba de reserva para
contingencias tácticas.
Por
primera vez en la mañana pudo ver al General Monasterio, que a pleno trote se
movía de Escuadrón en Escuadrón, junto con los Jefes de los Regimientos, para
dar las últimas o primeras instrucciones de la Batalla.
El
caballo del Teniente Alcázar era una caballo blanco, de nombre César,
seguramente no era el mejor corcel que había montado el teniente, pero si sabía
que era un caballo fuerte y bravo, que respondía a los impulsos de su jinete, y
ni el ruido, ni las explosiones, ni siquiera los obstáculos del camino lo
amedrentaban.
El
teniente sujetaba con firmeza las riendas, el caballo César se movía, andaba
inquieto, olía la batalla. Miró a su
derecha y volvió a ver algo más atrasado a su compañero de armas, el Teniente
San Miguel. Éste al cruzar la mirada, le sonrió de nuevo y con un gesto le
indicó que tenía frío.
-…Este
San Miguel siempre igual, frío y sonrisas, estemos en el comedor, o en plena
batalla…genio y figura….- Pensó para sí mismo Alcázar.
De
pronto oyó el rugido de un grito que se repetía a izquierda y derecha, -¡De
Frente!.. – y oyó como miles de sables desenvainados cobraban vida en manos de
aquellos dos mil jinetes de vanguardia.
Alcázar
desenvainó, su sable perfectamente aceitado brillo al sol, y cientos de
reflejos surgieron de aquella masa de caballos y jinetes. En apenas unos segundos, toda la formación,
toda la División se lanzó al galope hacia las posiciones enemigas. El estruendo comenzó a ser atronador, la
llanura se llenó de un golpeteo arrítmico del suelo, pero el ruido…el ruido
anulaba la luz, el día, la razón.
El
Teniente Alcázar con el sable recto encarado hacia el enemigo galopaba a los
lomos de César. El caballo aumentaba el
galope cada vez que era espoleado por el jinete, y esa sensación de fuerza
inagotable del animal, contaminó al jinete.
Vio
al frente explosiones, se temía lo peor, porque ese ruido mezclado con el del
galope de la División de Caballería, difuminaba la orientación y el sentido de
las mismas. Conforme el frente de la
Unidad se acercaba a las posiciones enemigas, pudo observar como aviones
aliados regresaban de la dirección del enemigo.
-
Han bombardeado…han bombardeado…¡¡¡bien!!!... ¡¡¡Bien!!!- Dijo el Teniente
Alcázar, a la vez que miraba a izquierda y derecha esperando ver si alguien se
había percatado de lo mismo. Pero la
masa de jinetes y caballos seguía a lo suyo, sable al frente, ojos clavados en
las posiciones enemigas, desafiando a la muerte e imprimiendo una velocidad
absoluta y definitiva al movimiento táctico de la División del General
Monasterio.
La
carga se hacía interminable, las posiciones enemigas se veían, pero no llegaban
las líneas todavía. En ese momento el
temor invadió por un instante al Teniente Alcázar. – La artillería enemiga no
está abriendo fuego…nos están esperando para masacrarnos a distancia certera…-
Por un instante cerró los ojos, y lanzó una plegaria, encomendando su alma a
los santos del cielo, quería estar en paz, quería ese sosiego que produce el
hacer las cosas como uno cree que deben hacerse. Si en esa carga encontraba el final, si una
bala sesgaba su vida, ya nada importaba, estaba donde quería, como anhelaba, y
estaba en compañía de los mejores jinetes del Regimiento, y como a lomos de
Pegaso, sentía que César su caballo, era el mejor de todos los corceles, el más
fiel y valiente, el más duro, el más fuerte y el más noble.
Abrió
los ojos, y las posiciones se mostraron ante él a penas a unos 100 metros. Sujetó con firmeza el sable, conocía el
oficio, tocaba blandir para matar, el metro de hoja del sable era suficiente
primero para cortar y herir de una forma determinante, y segundo, ese sable
urdido con brazo firme y acompañado con el brioso galope del caballo, ante los
ojos del enemigo provocaban pavor, terror, miedo ancestral.
El
Teniente Alcázar se recostó hacia adelante, para ofrecer una menor silueta,
bajó el sable a la altura de sus piernas, y comenzó a escanear el horizonte
inmediato, buscando a los enemigos a los que batir.
A
medida que los caballos llegaban a las líneas enemigas, los jinetes comenzaron
a ver que estaba sucediendo. Miles de soldados abandonando sus posiciones,
apenas algunos presentaban batalla con sus fusiles. Las ametralladoras no abrían fuego, los
cañones estaban mudos, y los primeros jinetes de la División comenzaban a
saltar por encima de las posiciones enemigas.
Alcázar
vio a dos soldados enemigos abriendo fuego en su dirección, espoleó con pasión
a César, y el caballo respondió, relinchando, mostrando sus dientes, afilando
su mirada, y comprendiendo que el jinete le pedía el ir a la muerte con
él. El primer mandoble de sable, abrió
una brecha en la cabeza del primer soldado enemigo que cayó fulminado al
instante, el segundo soldado comenzó a correr, pero fue pasto del galope y los pies y manos de César que lo engulleron.
El
Teniente Alcázar vio que las filas se abrían, y que cada uno de los jinetes
comenzaba su caza, rota la línea enemiga, y viendo a sus ocupantes en una
frenética retirada, la formación se disgregó y se convirtió primero en una
persecución por parte de las primeras líneas de los Escuadrones, y por la
consolidación de las posiciones por parte de los elementos más retrasados.
Un
oficial enemigo pistola en mano estaba disparando, su puntería era nefasta, el
pulso le temblaba, su rostro arrojaba horror, a sus pies varios hombres
muertos. Alcázar se lanzó hacia él,
fueron apenas unos segundos de galope, la mano se preparó para asestar un golpe
mortal, la hoja brilló, el resplandor de la misma cegó al oficial enemigo, que
se dio cuenta más que nunca de lo cerca que estaba su final.
Arrojó
el arma al suelo, y levantó las manos.
En ese instante el Teniente Alcázar levantó el sable, justo en el
instante en el que su brazo se había lanzado a la masacre, pudo refrenar el
ataque, y tirando de las riendas frenó la carga de César. El caballo se puso sobre sus dos pies y relinchó, el
oficial enemigo cayó al suelo de espaldas fruto del miedo.
Alcázar
recuperó el control sobre César, y viendo al oficial enemigo tumbado en el
suelo, vencido, asustado, aterrorizado, levantó su sable apuntando hacia él y
le dijo:
-Mi
comandante le ruego deponga las armas y se entregue, acaba de ser hecho
prisionero-
El
comandante enemigo, se levantó como pudo elevando las manos por encima de su
cabeza y asintió. En ese momento dos jinetes llegaron a la
altura del Teniente Alcázar.
-Mi
teniente, éste es cosa nuestra, estamos agrupando prisioneros, prosiga usted
con sus quehaceres si lo desea- Le dijo un cabo, y el Teniente asintió,
realizando un gesto con la cabeza dirigido hacia el oficial enemigo hecho
prisionero.
Espoleó
de nuevo a César y comenzó de nuevo el avance en dirección hacia la estampida
enemiga. Pudo ver como otros Escuadrones
estaban completamente lanzados, arrollando bajo los pies y manos de los poderosos
corceles a cientos de soldados enemigos. Los jinetes de su Escuadrón estaban
enzarzados en combates particulares con rezagados que estaban ofreciendo algo
de resistencia, pero en ese momento fue consciente de la victoria.
Al
igual que el atronador galope y carga de la División de Caballería que había
copado el llano de Alfambra, ahora el horizonte que tenía delante estaba
cubierto de una masa humana corriendo desesperadamente, y el ruido seguía
siendo estremecedor. Los caballos al
galope rugían como herreros ante el yunque, y el griterío humano, el sonido de
la derrota se extendía por el llano.
Frenó
a César, la batalla estaba resuelta.
Sacó un reloj de un bolsillo y mirando hacia las cocinas humeantes y
repletas de comida cocinada, que el enemigo había dejado en su batida en
retirada, pensó – Bien, hemos llegado a la hora de comer-…y sonriendo y dando
palmadas a César le dijo acercándose a las orejas – Mira César nos han invitado
a comer…-
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